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LA GESTIÓN CULTURAL FRENTE A LA OPCIÓN CIVILIZATORIA DE NUESTRA AMÉRICA Y LOS DESAFÍOS DE LA DIVERSIDAD

LA GESTIÓN CULTURAL FRENTE A LA OPCIÓN CIVILIZATORIA DE NUESTRA AMÉRICA Y LOS DESAFÍOS DE LA DIVERSIDAD

Lic. Adolfo Colombres
EN TORNO A LA POLÍTICA DE LA UNESCO


Aunque la UNESCO fue creada en noviembre de 1946, en su primer cuarto de siglo no avanzó mayormente en el tema de las políticas culturales, probablemente a causa de las dificultades que se advirtieron desde un principio para fijar una filosofía común en las materias de su incumbencia, por el hecho de hallarse en ella representados numerosos gobiernos retrógrados y hasta dictatoriales, a los que nada seducía el desarrollo cultural, por el alza de la conciencia que ello conlleva. Se podría decir que las piedras fundamentales en esta materia, dejando atrás una etapa meramente conservacionista del patrimonio arqueológico de la humanidad, se pusieron a partir de la Conferencia Mundial sobre Políticas Culturales, organizada por dicho organismo en 1970 en la ciudad de Venecia. Las líneas que allí se trazaron fueron profundizadas luego por conferencias intergubernamentales regionales. Ellas fueron: Eurocult, o Conferencia Intergubernamental Sobre las Políticas Culturales en Europa (Helsinki, 1972); Asiacult (Yogyakarta, 1973); Africacult (Accra, 1975); y Americacult (Bogotá, 1978).

En Venecia se vio ya la necesidad de superar la concepción elitista de cultura, que la definía en términos puramente artísticos, para adoptar un concepto antropológico. Si bien el arte siguió siendo la parte más relevante del concepto, éste pasó a comprender también las costumbres, creencias, modos de vida, ciencia, tecnología, etc. Se reconoció el hecho de que los grupos humanos tienen una cultura específica, y sobre todo el derecho a cultivar esta particularidad, el que se incorporó al conjunto de los derechos humanos esenciales, cubriendo un vacío de la Declaración Universal de Derechos Humanos, aprobada por las Naciones Unidas en 1948. En Venecia se puso de manifiesto que es deber del Estado crear las condiciones para que tal derecho pueda ser ejercido.
Dicho organismo ha subrayado en múltiples documentos la gran correspondencia que existe entre desarrollo económico, desarrollo cultural y promoción social, rompiendo la creencia anterior de que el desarrollo era una cuestión puramente económica, y que sin un previo progreso en este campo no podía darse un desarrollo cultural. Se vio que difícilmente se alcanzará un desarrollo económico estable, armonioso y capaz de mejorar realmente las condiciones de vida de los pueblos sin un desarrollo cultural paralelo. Al decir cultura se decía también educación, medios de comunicación y respeto a los ecosistemas, para evitar un desarrollo irracional, ecocida y en consecuencia anti-cultural. Entendido de esta manera, el desarrollo cultural se convierte en un instrumento para alcanzar el desarrollo económico y social, y también en un modo de reafirmar las identidades nacionales, como lo puntualizó la Conferencia de Yogyakarta. Se señaló también allí que sólo el desarrollo cultural podía actuar como elemento compensador, de equilibrio o control de una transferencia tecnológica y científica intensiva. El control exige una adaptación de los modelos incorporados a las características sociales y culturales propias, así como a las reales necesidades de los pueblos.
En Americacult, o Conferencia Intergubernamental sobre las Políticas Culturales en América Latina y el Caribe, se destacó que corresponde al poder público formar especialistas en desarrollo cultural, señalándose al efecto cuatro dominios básicos, a saber: a) Administradores de asuntos culturales; b) Animadores culturales; c) Especialistas en la preservación del patrimonio cultural; y d) Archivistas, museólogos y bibliotecarios. Las dos primeras categorías tienen que ver con el diseño y puesta en práctica de políticas culturales; las dos últimas serían de orden más técnico. Pero al hablar de administradores y animadores esta Conferencia repite un modelo elaborado en Europa, sin especificar cómo dichos operadores orientarán su práctica en una realidad signada por la dependencia, por un largo colonialismo cultural. Porque no se puede soslayar la triste circunstancia de que en América, y nuestro país no es para nada una excepción, la cultura nacional tiene que remar contra la corriente, derrochar su energía en conseguir los mínimos espacios y recursos que precisa para manifestarse, porque la vía ancha sigue estando consagrada a una cultura elitista que se nutre con lo ajeno, es decir, con las modas y tendencias metropolitanas. Y qué decir ya del campo de las culturas subalternas, donde son casi inexistentes los recursos destinados a apoyar su desarrollo autónomo. En tales circunstancias, el desarrollo de la cultura nacional y popular debe pasar indefectiblemente por un proceso de descolonización profunda de la conciencia y de las prácticas simbólicas. Esto, claro, no ocurre por ejemplo en Francia y España, que son los países donde se gestaron principalmente estas políticas. La lucha por las autonomías se da allí en un plano más simétrico, pues nadie llamaría a la cultura catalana una cultura subalterna. 
En consecuencia, el personal no puede formarse como si fuera a trabajar luego con vientos propicios, en el marco de una cultura reconocida, desarrollada y que goza de plena salud, sin complejo alguno de inferioridad ni vestida con el pobre ropaje de lo periférico. Hay cuestiones que deberá conocer a fondo, como la compleja interacción entre cultura popular y cultura de masas, entre cultura popular y cultura ilustrada, y entre cultura nacional y cultura universal, dialécticas casi borradas hoy por el proceso de globalización neoliberal, el que pretende acabar así con la fundamental dialéctica de lo propio y lo ajeno, que diferencia el campo de pertenencia del campo de referencia. Deberá conocer también los mecanismos de dominación, las formas históricas de penetración cultural, y sobre todo las vías para alcanzar en lo simbólico una desasimilación del modelo dominante y el pleno control de la cultura.
Lo que la Conferencia de Bogotá (Americacult) propuso, en líneas generales, es formar con igual dedicación operadores culturales tanto a nivel de las bases populares como de los sectores especializados, pensando que sus tareas no se superponen, que a cada cual le corresponde un ámbito específico. La formación de los animadores debía quedar a cargo de los gobiernos, como una parte indeclinable de su política cultural, mientras que la formación  de los administradores de hecho se confiaba a los centros académicos, y en especial a las universidades.


EL TRABAJO EN LA BASE: ANIMADORES Y PROMOTORES


La UNESCO definió a la animación socio-cultural –así se la caracterizó finalmente- como “el conjunto de prácticas sociales que tienen como finalidad estimular la iniciativa y la participación de las comunidades en el proceso de su propio desarrollo y en la dinámica global de la vida sociopolítica en que están integradas”. Esta definición, además de ser  demasiado amplia (lo que ha permitido incluir una serie de prácticas que de hecho tienen o deben tener su propio régimen, como la educación popular), no apunta a nuestro juicio al desarrollo cultural en sí, desde que se limita a utilizar elementos culturales en la promoción social de las comunidades. El desarrollo cultural es algo mucho más complejo, que debe encararse en forma orgánica. Al definir el concepto de cultura, Lévi-Strauss, junto al requisito de su originalidad (entendida como diferencia en relación a las otras culturas con las que se confronta), señalaba el de laglobalidad. Para cumplir con este último requisito, una cultura, entendida en un sentido antropológico, debe abarcar todas los sectores de la actividad humana, por más simple que sea su tecnología e imaginarias sus explicaciones, y mantener entre dichos sectores cierta armonía o coherencia. Esta idea es útil para entender que el desarrollo cultural, para ser verdaderamente tal, debe ocuparse de todas las áreas de la cultura, contemplar su aspecto orgánico, sin que ello implique que no pueda privilegiar a un área sobre otra, en función de los antecedentes históricos de una sociedad. Bajo esta concepción, no puede llamarse desarrollo cultural a la utilización de elementos de la cultura para otros objetivos, por nobles que sean, y tampoco al desarrollo inorgánico, no pensado en toda su complejidad y con un sentido estratégico.
Acaso la mayor falencia de la animación socio-cultural es haber invisibilizado a las distintas formas de dominación cultural que operan en la dialéctica de nuestros países. Aun más, se podría decir que el colonialismo subyace en su propuesta, pues nació pensada como una política oficial destinada a los sectores populares, a quienes se quería desarrollar culturalmente con el mismo ánimo de servicio social con el que los enfermeros van a vacunar en un barrio pobre. Aunque se ofreciera alguna participación al grupo, se trataba de una acción realizada por especialistasajenos a él (o sea, de agentes externos), quienes decidían lo que era conveniente o posible hacer, y tal acción le llegaba como un don. Así, el papel de uno era dar, y el del otro recibir, lo que configura la estructura binaria de la dominación paternalista, que actúa por sustitución.
Ander Egg decía que la animación socio-cultural no podía ser considerada una ciencia, simplemente porque carecía de una teoría propia, en el estricto sentido de la palabra teoría, ni tampoco una modalidad específica de conocimiento de la vida social y cultural: sería tan sólo una tecnología social. La promoción cultural, que se presenta aquí como una alternativa más ajustada a la triste realidad de nuestros países, se apoyaría en lo que he llamado escuela mexicana, por ser una práctica que pudimos realizar en dicho país con antropólogos y otros especialistas que trabajaron en los campos de la educación indígena y las culturas populares, y a la que sistematizo en el Nuevo Manual del Promotor Cultural.
La promoción cultural no es una mera tecnología social, sino una teoría específica que se convierte en práctica en un contexto también específico: el popular. Es por eso que el volumen I de dicha obra se llama justamente “Bases teóricas de la acción”. Ella no puede ser desligada de la idea de autogestión, de un movimiento cultural surgido del grupo para asumir el control y descolonización de su cultura. De lo que se trata, en definitiva, es de recuperar la integridad de una cultura fragmentada, devolverle su coherencia, explorar sus posibilidades, definirla como un modelo totalizador, oponible al modelo dominante. Más que una política, la promoción cultural es una acción de apoyo a las políticas que se fijen los sectores populares. En la elaboración de éstas, el agente externo puede asesorar, pero no tomar decisiones por su cuenta, desde que no se le asigna en dicho proceso un rol protagónico. El verdadero promotor cultural no es un agente externo sino interno, un militante del grupo al que pertenece y no alguien formado en otros contextos para actuar en cualquier parte. Quienes lo apoyan, no serían en esencia promotores culturales, sino técnicos puestos a su servicio, por su propia iniciativa o enviados por el Estado o una institución privada luego de un acuerdo previo de trabajo, cuyas condiciones deben estipularse con toda claridad para especificar los roles y evitar así conflictos.
Para poder cumplir con las múltiples acciones que requiere un desarrollo cultural debidamente planificado, la promoción cultural debe, en la medida de lo posible, atender a  la especificidad de su función, dejando el manejo político y económico, así como la asistencia educativa y social, en manos de otras organizaciones del grupo o controladas por él. La importancia capital de un desarrollo cultural orgánico y manejado por los sectores populares radica por un lado en la toma de conciencia histórica que ello implica, y por el otro en el hecho de que sólo la cultura puede dar al desarrollo de una sociedad una dirección propia que le permita salvaguardar y reelaborar su identidad. Sin cultura, toda diferencia será arrastrada por las tumultuosas aguas de la globalización.


GESTIÓN CULTURAL Y CULTURAS SUBALTERNAS


El concepto de administración cultural no tardó en ser cuestionado por los sectores ilustrados, en el entendimiento de que esta función excedía el simple manejo de los recursos públicos o privados de la cultura, al requerir una gran cuota de creatividad. Fue así reemplazado por el de gestión cultural, que se consideró más pertinente. No obstante, las ciencias sociales definen a la gestión como la tarea y el efecto de administrar una empresa de cualquier tipo, así como los organismos públicos. Tanto en la esfera privada como en la pública, la gestión implica normalmente una obligación de rendir cuentas, que se instrumenta a través de informes y balances sobre el uso tanto del presupuesto asignado  como de los otros recursos puestos bajo su control. Para rescatar a la gestión cultural de ese limbo, se señala el papel creativo, planificador y ejecutor de acciones de este tipo que le compete. Ello puede ser correcto y pertinente como propósito en el ámbito de la cultura ilustrada y la formación académica de especialistas en desarrollo cultural, pero al aplicarse al campo popular resulta políticamente incorrecto. Es que el promotor cultural, más que gestar lo que no existe aún, recupera lo existente, lo pone en valor y potencia de manera creativa. Más que crear y generar por su cuenta, interviene en la reformulación colectiva de la cultura a la que pertenece, pues más que ante una estética de la subjetividad, que caracterizaría al ámbito en que opera el gestor, se halla involucrado en una estética de la comunidad, que tiene mecanismos distintos, y hasta opuestos, para construir la realidad.
Promover es más humilde que gestar o recrear individualmente un patrimonio colectivo. Es tan sóloadelantar, hacer avanzar algo, activarlo. Su anclaje en las culturas subalternas es total, pues busca en cada caso generar una teoría y una acción ajustadas a la realidad del propio grupo al que se pertenece, con miras a su descolonización profunda. Las políticas son además diseñadas y ejecutadas por las mismas organizaciones populares, en un proceso de autogestión conducido por miembros calificados del grupo. La función de los agentes externos es sólo de apoyo, como se dijo, y su actitud debe ser de servicio, no de mando. El proceso servirá así en primer término al pueblo que lo produce y no a otros sectores, como suele ocurrir con las prácticas folklóricas. La promoción cultural no se propone llevar al opresor la cultura de los oprimidos, ponerla en sus manos como un paquete precioso que le permitirá limpiar su conciencia y enmascarar la continuidad de la situación.
Vemos entonces que un gestor cultural no puede ir a gestar creativamente las culturas subalternas, pues eso sería usurparles un rol fundamental para su liberación con un método paternalista, por seductores que resulten sus frutos. Si decide trabajar en este campo, tendrá que limitarse a promover, a activar los mecanismos de la conciencia reflexiva y apoyar humildemente el proceso con las armas de su especialidad, pero como un simple asesor. Claro que muy pocos gestores se allanarán a cumplir un papel tan simple y subordinado con un grupo popular, sin manejo gerencial alguno, después de haber estudiado varios años para conducir los “altos destinos” de la cultura. Por otra parte, la formación académica tiene en este aspecto mucho de deformante, por el papel mesiánico que la inspira, un racionalismo enamorado del pensamiento abstracto y tributario de categorías ajenas para el análisis de la realidad americana. Su vocación nace arriba, en el campo ilustrado de la cultura, y en algún momento, atraído por la cultura popular o enviado por quien lo contrata, acepta “descender” o condescender a ella, utilizando teorías y prácticas que suelen resultar ineficaces en este medio, y a menudo patéticas y hasta conflictivas, por lo que se termina haciendo a estos sectores más daños que beneficios.
Lo grave de este “descenso” redentorista de la gestión cultural hacia lo popular es que de hecho ha borrado ya la dualidad establecida por la UNESCO, produciendo así una virtual unificación que termina de instalarla como hegemónica. Los criterios propios de lo que caracterizamos como promoción cultural son desplazados por políticas que no buscan apoyar el desarrollo cultural genuino de los pueblos, sino imponerles técnicas cada vez más despolitizadas, que ignoran su situación en el mundo, su proceso histórico específico y los valores que vertebran su imaginario. Y no puede ser de otra manera, porque el perfil del gestor cultural nada tiene ya que ver, gracias a la creciente colonialidad de las ciencias sociales, con el de un militante de base que opera en su cultura y desde ella se proyecta hacia los otros campos del quehacer, para fortalecer la identidad y conciencia de su comunidad a fines de que ésta pueda defenderse mejor de toda forma de opresión. Se trata más bien de un profesional con formación universitaria, por lo común proveniente de la clase media e incluso alta, o de un intelectual con un vasto currículum vitae y cursos de postgrado en el exterior que ostenta como broches de oro.


LAS MISERIAS DE LA GESTIÓN CULTURAL


Los medios académicos piden al gestor cierta sensibilidad social en el ejercicio de su profesión, lo que es de por sí una confesión de que se opera desde arriba hacia abajo, promoviendo una acción dentro de grupos subalternos ajenos a su esfera social, y sin contar mayormente con ellos, pues si se tratara de un proyecto compartido y cogestionado este requisito estaría de más. El énfasis no se pone en la formación y desarrollo de una conciencia y una identidad nacional, étnica o social, sino en la gestión de los recursos. Pareciera que nada es más importante en este terreno que conseguir fondos a como dé lugar, y a menudo para lograrlo muchos se casan con el Diablo, vistiendo a las transnacionales y a los gobiernos corruptos de vestales del fuego sagrado de la cultura. Quienes hacen todo lo posible por destruir la diversidad cultural y degradan el medio ambiente posan así de adalides de la defensa de la identidad nacional y cruzados del desarrollo sustentable. Por este camino, la gestión cultural se convierte en fiel instrumento de la mercantilización de la cultura, y la vemos muy ocupada tanto en cantar loas al consumo cultural (¿ver un film es consumir cine?) como en forzar las puertas de los sistemas simbólicos para que puedan irrumpir en ellos los depredadores del sentido, vestidos con los terciopelos del Progreso. Y todo esto sin perder la cacareada “excelencia” (palabreja clave de los que nunca llegan ni pretenden llegar al fondo de la realidad) de un profesionalismo garantizado por universidades del “centro” (como si toda acción cultural verdadera no tuviera su propio centro).
De más está decir que nada tiene esto que ver con el tan proclamado derecho de los pueblos de disponer de sí mismos. Si algo de tales formas de gestión les llega, no es, como se dijo, para apoyar honestamente su autogestión cultural, sino para probar en su medio nuevos productos de ese viejo mesianismo de cuño occidental, que consiste en llevar la cultura a los pobres que no la tienen, de ocuparse de ellos como si fueran objetos inanimados a los que hay que sacar de las sombras de la exclusión y dibujarles un futuro en el que puedan consumir mucho, entrar en la fiesta del despilfarro y la adoración de las mercancías, renunciando por cierto a todo sentido sagrado del mundo, pues eso, hoy en día, no es más que atraso y superstición.
Este nuevo paternalismo se alimenta en una representación pasiva de la condición subalterna, sin que su mirada distorsionada en los círculos áulicos le impida ver en detalle las distintas formas de resistencia de los sectores populares, a menudo dramáticas por el desamparo y escasez de medios en que se articulan, como si no hubiera nadie dispuesto a garantizarles en la pequeña parcela del mundo que les toca los derechos universales de la cultura. Las energías de estos gestores se consumen así en una graciosa danza ante los ejecutivos de las transnacionales, convencidos de que también el imperialismo cultural tiene su lado bueno, aunque más no sea por las limosnas que destina a sus víctimas. Claro que no en forma directa, sino a través de estas estructuras de mediación que garantizarán que los recursos sean bien empleados y contabilizados, porque no vaya a ser que se queden con algunas migajas.  
Estas digresiones apuntan a detener el avance de los gestores profesionales sobre el derecho de los pueblos a gestar sus propia cultura y establecer sobre sus elementos un pleno control cultural, lo que requiere forzosamente un proceso de autogestión. También a comprometer al Estado en la formación de agentes internos en el seno de los grupos subalternos, vistos éstos como sujetos colectivos con un proceso histórico propio y no como una población amorfa y carenciada. La función de dichos promotores será así promover desde adentro su propio desarrollo cultural, para alcanzar una conciencia profunda y reflexiva de su ser en el mundo y realizar una reelaboración de su imaginario en términos actuales, que pueda presentarse como una modernidad propia o paralela. Dichos cursos no pueden montarse sobre los diseños curriculares y las prácticas de la gestión cultural, sino desde esa otra mirada que arranca de abajo y puede subir hasta donde pueda o quiera, pues quien forjó sus armas en esta “periferia” puede ver mejor las enfermedades y deformaciones ideológicas del “centro”, los tributos que se le rinden bajo la entusiasta coreografía del sometimiento, esas reverencias que, cuando involucran lo propio, no hacen más que enmascarar al proceso de globalización neoliberal, la colonización pedagógica y el imperialismo cultural.
Porque quien viene de abajo y ha experimentado en su propia piel el dolor de la opresión y la exclusión, tendrá más conciencia de lo que significa esta guerra de imaginarios en que estamos empeñados,  así como de los desgarramientos de la dialéctica de lo propio y lo ajeno. Sabrá también que lo propio no debe encerrarse en sí mismo, sino aspirar a otro modelo de mundialización más justo y sustentable, capaz de garantizar la diversidad cultural como patrimonio común de la humanidad. El fin no es otro que reculturar el mundo, y sobre todo a quienes lo conducen. Humanizar el desarrollo y devolver a la acción cultural su carácter emancipador, para que deje de ser un juego de niños grandes, practicado cuando el lobo no mira. Pensar la cultura como política, como acción estratégica y militante para rescatar a la humanidad del abismo en que se está precipitando.


DIVERSIDAD CULTURAL Y EMERGENCIA CIVILIZATORIA
 

A pesar del énfasis de los discursos que exaltan en nuestros países la diversidad cultural, lo cierto es que aún la alteridad suele ser vista como un elemento desestabilizador del Estado-Nación, pues el pensamiento y escala de valores de las identidades históricas relativizan sus esquemas, encuadrados casi por completo en patrones occidentales. Y esto es así porque los sectores ilustrados, aun los más progresistas, poco han hecho por acceder a las cosmovisiones de sus propios pueblos, como si fueran piezas de museo que nada pueden aportar en la construcción de una modernidad propia, descolonizada. El respeto –real y no solo declamado– a la diversidad cultural es algo que rebasa el tema de los derechos humanos, e incluso el de la necesidad de preservar el patrimonio cultural tangible e intangible. Para América, la descomposición de sus matrices simbólicas, ya sea por la vía del mesticismo o de la globalización, significará el naufragio de su proyecto civilizatorio. Toda cultura exhibe una dimensión civilizatoria fundamental, algo así como un horizonte de legitimidad en cuyo marco se opera la innovación y la apropiación que renuevan su sistema simbólico. Salvando algunas experiencias interesantes, como las de Bolivia y Ecuador, las culturas indígenas no son tomadas en cuenta cuando se trata de proyectar el futuro, algo que tendrá pronto que cambiar, pues ellas no constituyen ya un conjunto de arcaísmos destinados a extinguirse, sino más bien las raíces y semillas del futuro de la región, y en alguna medida también del mundo entero. Y esto es así porque mientras en losotros continentes son escasas hoy las propuestas para salvar a la herencia humana y la vida del planeta, en nuestra América los movimientos indígenas y sociales se están convirtiendo en ricos laboratorios, de los que van surgiendo nuevos paradigmas para refundar el Estado, replantear la democracia, lograr la inclusión social y salvar al medio ambiente de la depredación irracional al que está siendo sometido en nombre de los nuevos avatares de la Razón imperial. El mal llamado «Primer Mundo» aún se siente la vanguardia de lo humano, pero de hecho retrocede velozmente hacia el pasado zoológico, aferrado a sus intereses mezquinos y corrompiendo esa Razón que le permitió desarrollar las ciencias y enripiar el camino a su propia libertad, aunque luego la usaran contra la libertad de los otros.
Gianni Vattimo, en un reportaje reciente, declaró: «No solo creo que los socialismos latinoamericanos tienen un futuro. Creo que ellos son el futuro, hasta del posible socialismo europeo, que solamente aliándose productivamente con los líderes de izquierda de América Latina tendrá la posibilidad de construir una Europa capaz de enfrentar al poder exorbitante de los Estados Unidos y a las nuevas superpotencias neocapitalistas que se presentan en la escena del mundo actual». Convergente con esto, el ecosocialismo representa una ruptura radical con la ideología del progreso lineal y el paradigma económico y tecnológico de acumulación indefinida del capitalismo, con la deificación de la productividad y el consumo. Esta tendencia, después de navegar por los clásicos europeos, termina haciendo pie en el Buen Vivir de los indígenas americanos, como el modelo más genuino de igualdad, democracia y bienestar común a largo plazo.
            A menudo me pregunto si la recurrente invocación al pluralismo y a la diversidad cultural no es un nuevo mea culpa de la tan cristiana conciencia occidental, que a lo largo de los siglos hizo lo mismo: destruir y oprimir de un modo despiadado, y luego golpearse el pecho en una confesión atenuada de sus pecados, para pecar de nuevo en la semana siguiente, en otra cruzada «civilizatoria». Y en esto vamos hacia atrás, pues en la edad de oro del colonialismo nos colonizaban con culturas prestigiosas, que en muchos casos fueron debidamente apropiadas y convertidas en parte de nuestro patrimonio simbólico. Lo que hoy nos coloniza, en cambio, no es ni siquiera una cultura, sino productos híbridos y mediáticos que banalizan el mundo, lo homogeneizan en base a meras pautas de consumo y destruyen el lenguaje, que es lo que caracteriza al Homo sapiens. Se trata entonces de algo más que de un nuevo proceso de colonización cultural, pues podríamos estar cayendo por esta vía en una verdadera mutación antropológica, en la que el hombre que desea explorar los abismos del pensamiento y los sentimientos está siendo desplazado por un homínido conformista y sin solidaridad alguna, cuyo único objetivo vital no es ya saber y producir en base a ese saber obras valiosas, sino consumir y vaciar a las pocas palabras con las que se ha quedado de su contenido de verdad: bien sabemos que para ponerlas al servicio de la mercancía es preciso abolir su vínculo con la acción. A nosotros, los herederos de antiguas civilizaciones a las que Occidente consideró bárbaras para destruirlas, colonizarlas y despojarlas, nos toca acaso hoy la penosa misión de civilizar a los civilizadores de antaño, cuya Razón devino consumista y se olvidó del hombre, de sus luchas emancipadoras, de su empeño alucinado de entrar en el corazón de las cosas. No ya para despojarlos, a modo de venganza y reparación, sino para ayudarlos generosamente a retomar el camino de la especie y aceptar el diálogo que el pensamiento único rechaza de plano.


LOS INDÍGENAS DE AMÉRICA Y EL FUTURO DE LA HUMANIDAD


La rebelión de Chiapas sacó definitivamente a los pueblos originarios del pasado, de su triste papel de referencia inmóvil para medir la modernidad o «progreso» de los sectores dominantes, y los instaló en el futuro. Un futuro no solo para ellos, sino también para Nuestra América y el mundo entero, como un ejemplo a seguir y no como una imposición. El mismo día en que México traicionaba su propia historia, al firmar su pacto con Estados Unidos pensando que así ingresaba al Primer Mundo, los mayas lo rechazaron de plano, para no embarcarse en ese regreso a la barbarie, mostrándose así fieles a la gran civilización de sus ancestros, que fuera comparada con la griega.
            Esta defensa de las culturas de los pueblos originarios no implica circunscribir a ellos el tema de la diversidad cultural. Son nuestras raíces más antiguas, pero no las únicas, y todas ellas deben juntar sus saberes recuperados para desbrozar las sendas de nuestro despegue como civilización. Lo que he tratado hasta aquí es de poner en manifiesto los nuevos avatares de la ya vieja ideología del crisol de razas, embuste que sirvió, y sigue sirviendo, para negar la persistencia de tradiciones culturales diferentes que aún luchan para hacerse visibles, reelaborando en términos actuales su matriz simbólica y recuperando su autonomía. Defender la pluralidad cultural es defender esas matrices, no fundirlas. Hacia el final de su vida, Darcy Ribeiro se atrevió a decir que surgimos de una negación, de la desindianización del indio, de la desafricanización del africano y la deseuropeización del europeo, pero eso, añade, no nos convirtió en seres culturalmente más ricos, sino, salvo algunas excepciones, en gente tabula rasa y hasta más pobre culturalmente que cualquiera de las matrices que destruimos de ese proceso. Lo valioso de la afirmación de Darcy Ribeiro es la idea de que lo que fue desindianizado, desafricanizado y deseuropeizado puede ser recuperado desde una conciencia residual y recompuesto. Bonfil Batalla defendió esta idea en su libro México profundo. Una civilización negada y en otros textos. O sea, nuestros pueblos originarios dan un no rotundo a la hibridación –a la que llamé alguna vez «el huevo de la serpiente»– y a la tan mentada como imposible «identidad cosmopolita», y un sí entusiasta a un pensamiento identitario fundado en el territorio, para defender de la depredación a sus lugares antropológicos, frutos de largos procesos de significación. Esto implica un rechazo a los monocultivos excluyentes, que hacen del campo un mero espacio productivo, en el que el paisaje rural, o lo que resta de él, se parece a una fábrica a cielo abierto al servicio de la inversión extranjera, con menos misterios, flora y fauna que un barrio urbano, y con muy pocas inscripciones simbólicas que merezcan ese nombre.
            Cuando la Constitución de Ecuador habla de los derechos de la Pachamama, señala  Sousa Santos, realiza una fusión entre el mundo moderno de los derechos humanos y los de la Pachamama, esa Tierra Madre a la que nadie puede otorgar derechos por ser la fuente misma de todos los deberes y todos los derechos, y que fija las pautas del Buen Vivir.1 Ya vimos como esta fuente primordial de la vida se enfrenta con los emisarios de la muerte abstracta, que la depredan hasta agotarla y se van con su capital a otra parte, dejando a sus espaldas el desierto y basuras tóxicas.
            Son los indígenas, y no los que vienen con doctorados de Estados Unidos, quienes levantan la bandera de la refundación del Estado, la que es más una demanda civilizatoria que una simple reforma política e institucional, y no solo en nombre de ellos, sino de toda América. Claro que no puede haber refundación si no se suprimen el capitalismo y el colonialismo, y tampoco sin tomar cierta distancia de la tradición crítica eurocéntrica. En Bolivia y Ecuador se hizo patente que hay un constitucionalismo desde abajo que se enfrenta al de tipo occidental. Ello se relaciona fuertemente con el concepto de cultura, que para los indígenas cubre todos los ámbitos de la vida y es lo central, por representar su cosmovisión. Para Occidente, en cambio, es algo ligado al entretenimiento e incumbe a los organismos de Cultura (siempre secundarios en nuestros países, y con escaso presupuesto), y rechaza en su miopía que el desarrollismo extractivista sea ecocida, etnocida y contrario a los fundamentos de nuestra civilización. Lo grave es que tal lectura del desarrollo humano está fuertemente instalada en todos los países de la región, y no solo de los que coquetean con el ALCA. Nada habremos avanzado históricamente si la integración latinoamericana se basa en esta concepción heredada y nos dedicamos a destruir nuestro territorio de una manera salvaje, con una saña que no se observa hoy en los países llamados «centrales», los que se abstienen de hacer dentro de sus límites lo que tanto recomiendan fuera de ellos. En otras palabras, en este punto nada desdeñable que es la salvación del planeta, el latinoamericanismo está repitiendo su pecado original: tomar cierta distancia de las potencias imperiales pero adoptando lo peor de sus costumbres y filosofía de vida, que nada tienen que ver con el Buen Vivir, nuestro principio civilizatorio fundamental, por la gran racionalidad que lo sustenta. Claro que el cambio no puede producirse de un día para otro, pero urge iniciar sin demora un proceso de transición hacia un desarrollo económico sustentable, pues de lo contrario nada podrá aprender el mundo de nosotros, y aquí no habrá futuro para nuestros hijos. Muchos años atrás, cuando de esto se hablaba poco, Fidel Castro ya decía que la crítica más objetiva (o no ideológica) al capitalismo es el hecho de no ser sustentable a mediano o largo plazo.

 

EUROCENTRISMO Y GLOBOCENTRISMO: EL REGRESO A LA BARBARIE


Señala Fernando Coronil que la globalización neoliberal esconde la presencia de Occidente y la continuidad de su dominación por medio de una racionalidad consumista y anticultural. Traslada así el centro rector del crimen de Europa y Occidente a «lo global», o sea que todos somos criminales.2 Hay por eso que extender la crítica del eurocentrismo al globocentrismo, ya que este no es más que un nuevo avatar del occidentalismo. Con la globalización, continúa sin mayores disfraces el sometimiento a lo no occidental, y el daño que se le causa no se atribuye ya a un país determinado y ni siquiera a una corporación, ya que todo es consecuencia de la misma economía de mercado, y no de un proyecto político deliberado. Occidente se disuelve así en el mercado para matar con guantes blancos, y además anónimos.
            A estas «vanguardias» del progreso humano,  Sousa Santos opone lo que llama «teorías de retaguardia», que son no las de las elites que actúan en nombre de los pueblos sin conocerlos, sino las de quienes acompañen de cerca la labor de transformación de los movimientos sociales, pensando con ellos y no sobre ellos. Esas teorías de retaguardia son tanto intelectuales como emocionales; o sea, se hacen con los dos hemisferios cerebrales, y acercándose al método de la investigación-acción, que convierte en teoría la propia praxis. Para él, hay que pensar el Sur global desde adentro y desde abajo, como el mejor camino para alcanzar el socialismo del siglo XXI.3
            El Sur global, aclara  Sousa Santos, no es un concepto geográfico, por más que la mayoría viva en el hemisferio sur. Es más bien una metáfora del sufrimiento humano causado por el capitalismo y el colonialismo a escala global, así como de la resistencia para superarlo y minimizarlo. Es por eso un Sur anticapitalista, anticolonial y antiimperialista. Este Sur existe también en el Norte global, en las poblaciones excluidas, silenciadas y marginadas, como los inmigrantes, desempleados, minorías étnicas o religiosas, las víctimas del sexismo, de la homofobia y el racismo. Hay asimismo un Norte global en los países del Sur, al que llama «el Sur Imperial».4
            Esta barbarie a la que nos dejamos arrastrar por la globalización neoliberal está destruyendo las matrices culturales del área rural, por la expansión vertiginosa de las fronteras agrícolas, unida a un alarmante proceso de concentración de la tierra con miras a los cultivos de exportación, en detrimento de la soberanía alimentaria y de una perspectiva civilizatoria propia. A título de ejemplo, la población rural argentina representaba, en 1970, el 21,5 % del total. En el censo de 2001 había descendido 10,7 %, y los datos del censo de 2010 acusan otro importante descenso, lo que habla no solo de una falta de políticas serias de arraigo, sino más bien de un vaciamiento sistemático, al que se considera espontáneo y voluntario y no producido por la expansión salvaje de las fronteras agrícolas sobre campesinos e indígenas legalmente desprotegidos. Entre 1969 y 2008 desaparecieron 232 419 pequeñas y medianas explotaciones agropecuarias en el país, absorbidas por terratenientes que dicen representar al dios Progreso y a los humildes. De 2003 a 2010, la superficie sembrada de soja pasó de 13,7 millones de hectáreas a 18,6 millones, lo que según un cálculo representaría 61% de la superficie agrícola argentina. Esta economía sojera y agroexportadora exalta con orgullo sus logros, sin dedicar siquiera un responso a la tierra que desertifican y envenenan ni a los pobladores que expulsan. Hoy el l,3 % de los propietarios poseen el 43 % de la tierra, y el 55 % de los arrendatarios rurales no son campesinos que acceden a ella de este modo precario, sino terratenientes que buscan expandir la producción de granos exportables en sus latifundios.
            Si pienso que estamos «con la soja al cuello» no es para quedarme con estas frías estadísticas ni caer en la crítica de la economía neoliberal, ya harto lapidada en el mundo entero. Lo que más duele, porque nadie la nombra, es la demolición cultural que subyace bajo estas cifras funestas, esa nueva barbarie disfrazada de civilización y progreso. A ello cabe sumar la minería a cielo abierto, tan promovida por las grandes corporaciones, aceptada con gusto por los gobiernos de la región y resistida por nuestros pueblos, que prefieren el agua al oro, o sea, la vida al afán de lucro. Por cada gramo de oro, hay que volar cuatro toneladas de rocas, explosión que, además de destruir la montaña, y con ella el paisaje ancestral, libera minerales que al oxidarse contaminan el aire. Y esto sin contar los millones y millones de litros de agua pura que, en esas alturas donde siempre fue escasa, consume dicho proceso, a los que contamina con arsénico y otros potentes venenos, y van a parar a los ríos, lagunas y napas profundas, sin reparar en que esos ámbitos se encuentran los últimos refugios de los pueblos originarios. Con estas concesiones al gran capital especulativo, el Estado no recibe ni siquiera el dinero suficiente para atender a los cientos de miles de personas desplazadas en los últimos años, que migran a las ciudades, dejando atrás su vida comunitaria y su memoria histórica. En Argentina, serían unas 300 mil familias, y en Brasil, más de 850 mil. Bajo esta violencia simbólica ¿se puede realmente hablar de las bondades de la diversidad cultural? Las políticas sociales se financian con el mismo extractivismo intensivo que destruye la naturaleza y expulsa poblaciones de una gran tradición cultural, lo que parece un mefistofélico círculo vicioso. ¿No sería mejor arraigarlas en su propio territorio, potenciando una economía comunitaria y social, volcada a asegurar, antes que nada, nuestra soberanía alimentaria?
            Sí, otro mundo es posible, pero debe ser posible para todos, y el precio del crecimiento no puede ser acabar con los mejores valores de la especie y con la identidad profunda de la región. La semilla de este mundo nuevo reside en el espíritu de la comunidad, y sobre todo en lo que llamo «tradicionalismo revolucionario», y no en los almacenes de Monsanto ni de las mineras que destruyen tanto el territorio físico y simbólico como la misma vida. Repito por eso que no basta con definirnos como latinoamericanos y luchar por el destino de la región y una sociedad más igualitaria e inclusiva, aunque esto es de por sí valioso y debemos defenderlo. La humanidad espera algo más de nosotros: que lo hagamos desde nuestra propia perspectiva civilizatoria, que condensa y actualiza los valores morales de la especie, tan traicionados por Occidente.
            De poco sirve entonces pronunciarse por América latina si ello no se sustenta en una opción civilizatoria, emergencia que no puede darse sobre un extractivismo capitalista que privilegia al capital sobre el trabajo, fabrica pobres y excluidos y tiende alfombras a las trasnacionales que están destruyendo el planeta. De este modo, estamos retrocediendo dos siglos, a una sociedad americana que en el tiempo de la Independencia rechazaba a los europeos, tomando el poder en sus manos, pero veneraba su modelo civilizatorio como el único posible, y negaba todo lo propio. Si deseamos definir un modelo capaz de salvar al mundo, se debe empezar por respetar los derechos de la Naturaleza, convertidos ya en algunos países en un principio constitucional. Más que pronunciar exaltados discursos para democratizar el consumo, tendríamos que intentar un cambio cultural cimentado, no en él, sino en los valores de la especie humana, y que tome en cuenta la ya grave situación de la Tierra. Si bien resultaría utópico imponer un desarrollo sustentable en  un corto plazo, no hay ya tiempo para diferirlo hacia un futuro lejano: la transición hacia el uso racional y cultural del territorio y los “recursos” naturales (la naturaleza no puede ser vista solo en términos de recursos, porque esto es también propio del esquema occidental) debe empezar ya, pues de lo contrario el mundo nada puede esperar de nosotros, unos pueblos que invocan altos principios y destruyen su ambiente con saña. En Argentina existen hoy más de 600 proyectos mineros, en buena proporción a cielo abierto (en el 2003 eran sólo 40), que producen unos 40 mil empleos (o sea, el 0,24% de la población económicamente activa), lo que representa en total el 2,55% de las exportaciones del país. Cabe preguntarse si tan magros guarismos justifican la destrucción territorial, cultural y social de la que venimos hablando. El mero hecho de que esto ocurra, sin dar lugar a grandes debates, habla del ningún lugar que ocupa la cultura en las altas decisiones de Estado, y del predominio de un materialismo positivista al que la izquierda no fue nunca inmune.  

NOTAS
Boaventura de  Sousa Santos, ob. cit., p. 76.
2 Cf. Fernando Coronil, «Naturaleza del poscolonialismo: del eurocentrismo al 
  globocentrismo», en La colonialidad del saber: eurocentrismo y ciencias sociales. Perspectivas
  latinoamericanas, ob. cit., p. 90.
3 Boaventura de Sousa Santos, ob. cit., pp. 14-17
Ibídem, p. 49.

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